Berta hoy sábado ha ido de compras, mira el bullicio del mercado con una mezcla de nostalgia y resignación. El sábado, es su día habitual de compras en el mercado local, los colores, olores y voces la envuelven como un abrazo familiar. Sin embargo, hoy su mente divaga más allá de las frutas frescas y las verduras brillantes.
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El aroma del pan recién horneado le recuerda los desayunos que solía compartir con Marcos. Un amor que habían tejido entre risas y dulces promesas, pero que se deshizo como el azúcar en agua caliente.
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Una relación marcada por la felicidad efímera y la tristeza persiste. Ella no tuvo tiempo de contarle a nadie cómo esa alegría se convirtió en cenizas.
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Mientras llenaba su cesta, tocaba cada tomate y cada cebolla, sintiendo su textura, pero pensando en la textura de su vida que se había vuelto áspera. Ni en un instante tuvo la oportunidad de olvidar esos retazos de su malograda vida amorosa.
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Se acordó de la última negociación que hizo con el corazón, cuando decidió dejar ir a Marcos para que pudiera cumplir sus sueños en una ciudad lejana. Ella se había quedado, atada a sus rutinas, a la soledad de su hogar.
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Cuando llegó a casa, puso sobre la mesa los productos brillantes. Pero la luz de su hogar apenas iluminaba la sombra de su soledad. Miró por la ventana, donde los niños jugaban en la calle, y un suspiro se escapó de su pecho.
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Solo era un sábado más, un día de mercado, pero para Berta seguía siendo un día de despedidas, un recordatorio de lo que ella había perdido. Y, por más verduras y frutas que hubiera comprado para llenar su despensa, nunca podría llenar el vacío que había dejado el amor que había perdido en el camino.
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Berta se sentó en la silla verde de la cocina, uno de esos lugares que solía ser su refugio durante las horas tristes. El sol, a través de la ventana se ponía lentamente, tiñendo el cielo de un color anaranjado que solo ella podía ver como un presagio de la melancolía que siempre la acompañaba.
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Las risas de los niños jugando en la lejanía resonaban en sus oídos, un eco del tiempo en que ella misma corría detrás de sueños que parecían inalcanzables. Sintió de repente una necesidad de ir al parque aquel donde se encontraba con Marcos todas las tardes al salir de la escuela.
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En el parque las hojas de los viejos árboles que habían dado sombra a su niñez, caían, susurrando secretos a medida que el viento las arrastraba.
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Recordó aquellos días en que su corazón era ligero, pero también marcado por la reticencia. Aquel chico de ojos brillantes, su primer amor, siempre la había mirado con una admiración que ella no entendía. En su mente infantil, pensó que se burlaba de ella, que solo se reía de su torpeza y de su nariz, motivo de sus inseguridades.
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La cobardía la envolvía como una manta pesada, impidiéndole dar el paso hacia lo que había sido un anhelo profundo. Cuántas veces había anhelado que él se acercara, que le tomara la mano, que implorara su amor. Pero lo único que había respondido había sido su propio silencio.
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Mientras observaba a las parejas que paseaban de la mano, su corazón se apretó. Un dolor familiar le recorrió el pecho al recordar las noches en que soñaba con él, mientras que durante el día su lengua se enredaba en palabras que nunca saldrían.
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¡Qué absurdo!, se decía a sí misma, reprochándose los miedos que la habían mantenido atrapada en la oscuridad de su propio complejo.
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Los años pasaron, y en la soledad, Berta entendió que la cobardía a veces era un enemigo más cruel que la muerte. El tiempo había ido modelando su vida en un lienzo en blanco, aderezado solo por los anhelos no cumplidos.
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En lugar de erguirse, se fue encorvando, llenándose de un pesar que la acompañaría hasta el último aliento. En la noche, mientras las estrellas titilaban como sus recuerdos, la condena se había vuelto una pesada carga: sufrir el eterno castigo de un corazón inerte, que nunca se atrevió a latir con fuerza por lo que deseaba.
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Hoy me persigue el delirio, pensaba mientras las lágrimas caían silenciosas sobre sus mejillas. Ya no le importaba el juicio del mundo; solo anhelaba ese colirio que había sido su amor, la única luz que pudo existir en su vida. Miró hacia el cielo, preguntándose si él también la recordaría en esos instantes de soledad.
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Se rindió a la nostalgia, dejando que el eco de sus risas se desvaneciera en el aire, llevando consigo no solo el recuerdo de un amor no correspondido, sino el dolor de una vida marcada por la cobardía.
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Sola con la única compañía de aquel banco del parque, mientras el sol se ocultaba tras el horizonte, Berta comprendía que vivir era un asunto de valientes. Sin embargo, en su interior aún anidaba aquella niña enamorada del niño de ojos brillantes.
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Y así, entre sombras y recuerdos, Berta siguió adelante, cargando con el peso de un amor que jamás pudo ser.
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