Nunca nos hiere el amor,
cuando enfría y pierde calma,
será muy leve la herida
si es tan dura como el roble el alma
y el corazón no se atreve
a romper el silencio del alba.
Perdí al amor y la tibieza,
que disfrazó de gloria mi paisaje,
mas no di paso a la tristeza,
soporté firme el oleaje
y aguantó mi alma con firmeza.
Todo empezó siendo un sueño,
tras él, cabalgaba un beso,
que con ardiente mirada,
llenó mi alma con su fuego,
tatuando sobre mi piel un verso,
que ya borró la nostalgia,
por una ausencia que duele
sin atisbo de esperanza.
En el campanario ya sombrío
se palpa la soledad
mas las campanas, no sienten frío,
se hielan los corazones
y ya es de mármol el mío.
No puedo soportar el vacío,
ya emigraron las cigüeñas,
ya se quedó solo el nido,
el viento hace mucho eco,
tiembla de miedo el rocío
al posarse lentamente
con pavoroso silencio
en los solitarios lechos
de los sueños que se han ido.
Empañado está el cristal
del espejo donde miro,
el silencio ya se volvió mudo
y dejó de ser mi amigo,
ya no pierde conmigo las horas,
ya no quiere ser abrigo
de todas las noches muertas
que tu ausencia me ha traído.
Y ya mi corazón se rebela
como perro de ceniza
que a la luz de la luna le ladra.
Así mi corazón llama a tu alma,
buscando una respuesta a tu ausencia
con sus aullidos al alba.
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Retorno al principio
Hoy jueves, Berta no ha madrugado mucho, casi son las 9,30, los recuerdos no la dejaron dormir, revisando sus notas ve que hay confusión en sus notas, cree que no ha seguido el orden de plasmar sus miedos siguiendo un orden. Debo empecer por el principio, se dice a sí misma...
En un pequeño pueblo situado junto a un río que había sido testigo de historias de amor, conflicto y desdicha, un eco de añoranza resonaba en cada rincón. Entre sus calles empedradas y casas de tejas rojas, una joven llamada Berta caminaba con una pesada carga en su pecho. Su corazón había conocido la gloria y el tormento que trae consigo la pasión, pero hoy solo quedaba un vacío ensordecedor.
Nunca nos hiere el amor, pensaba Berta, cuando su alma se había vuelto tan dura como el roble. Sin embargo, cada vez que recordaba aquella mirada que la había consumido, el fuego que había iluminado su vida, se preguntaba si las heridas del amor eran realmente leves o si había subestimado el poder de su dolor.
El amor llegó a su vida como un sueño encantado. Una noche, en una fiesta bajo las estrellas, un joven de risa contagiosa y ojos llenos de vida se acercó a ella. Sus palabras envolvían a Berta en una bruma de dulzura y promesas, y un beso ardiente selló un pacto silencioso entre ellos. Pero lo que comenzó como un hermoso paisaje se marchitó con el tiempo; la gloria de aquellos días era un disfraz que ocultaba un ocaso inminente.
Berta había perdido al amor y la tibieza que una vez la envolvía. Y aunque el oleaje de la tristeza amenazaba con hundirla, ella se negó a sucumbir. Resguardó su alma con firmeza, como un roble resistente que resiste las tormentas. Pero el vacío se fue apoderando de ella, creciendo como una sombra que despojaba de color su vida.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. En el campanario de la iglesia, las campanas sonaban con un eco triste, como si también compartieran el dolor que Berta llevaba en su pecho. La soledad se adueñó de sus noches; el silencio era una compañía que se hacía más pesada con cada latido de su corazón de mármol.
Un día, Berta se miró en el espejo. Las lágrimas habían empañado el cristal, y en su reflejo encontró a una extraña: una mujer sin sueños, sin risas, atrapada en un pasado que ya no le pertenecía. Su corazón, antaño lleno de amor, ahora rebelde y errante, aullaba en las noches, buscando los vestigios de aquel amor fugaz. Como un perro de ceniza ladrando a la luna, clamaba por una respuesta que nunca llegaría.
La noche era profunda y la alborada se asomaba tímidamente cuando Berta salió de su casa. Las estrellas comenzaban a desaparecer, y el rocío temblaba en las hojas. Se detuvo bajo el viejo roble, aquel que había mantenido sus secretos y sus sueños. Sus ojos se cerraron, permitiendo que la brisa helada acariciara su rostro. Cerró los puños, sintiendo el vacío, sintiendo el eco de un amor que había partido sin mirar atrás.
Y en ese instante, comprendió que aunque el amor y la tristeza se entrelazaran como sombras en su vida, no podía seguir atada a la nostalgia. Berta decidió honrar lo vivido sin permitir que su ausencia definiera su presente. Con cada latido de su corazón, comenzó a despojarse del peso de su soledad. El alba, ahora más que un silencio, se convirtió en un nuevo comienzo.
La luz del día comenzó a romper con la oscuridad, y Berta sonrió entre lágrimas, encontrando en su dolor la fortaleza para empezar de nuevo. En su corazón, el amor no se había ido del todo; solo había tomado un respiro, esperando el momento en que ella estuviera lista para abrir nuevamente las puertas de su alma.
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Hoy día jueves marca un momento significativo en la vida de Berta, se ha levantado a las 9:30 de la mañana, no ha tenido un despertar temprano. Durante la noche, los recuerdos la privaron de un sueño reparador, manteniéndola en un estado de insomnio casi hasta el alba.
En su mente, revisaba las notas que había comenzado a redactar acerca de su convulsa existencia, advirtiendo una confusión inherente a su relato; sospechaba que no había seguido un orden coherente al plasmar sus temores. Se autoafirmó la necesidad de regresar al principio de su narrativa.
En un pequeño pueblo situado a la vera de un río que había sido testigo de diversas historias de amor, conflicto y desventura, un eco de añoranza permeaba cada rincón. Entre las calles empedradas y las viviendas con techos de tejas rojizas, se encontraba Berta, quien llevaba a cuestas una pesada carga emocional. Su corazón había experimentado tanto la gloria como el tormento que la pasión conlleva, aunque en ese momento solo un profundo vacío la invadía.
El pensamiento de que "el amor nunca nos hiere" resonaba en la mente de Berta, quien sentía que su espíritu se había vuelto tan inflexible como un roble. Sin embargo, cada vez que evocaba la mirada que la consumió y el fuego que iluminó su vida, se cuestionaba si las afrentas del amor eran realmente superficiales o si había subestimado la magnitud de su dolor.
El amor había irrumpido en su vida como un sueño encantador. En una velada bajo el manto estrellado, un joven de risa contagiosa y ojos fulgurantes se le acercó. Sus palabras envolvían a Berta en una atmósfera de dulzura y promesas, y un beso apasionado selló un pacto tácito entre ambos. Sin embargo, lo que había comenzado como un encantador paisaje se marchitó con el paso del tiempo; la esplendorosa gloria de aquellos días se convertía en un disfraz que encubría un ocaso inevitable.
Berta se hallaba en la pérdida del amor y la calidez que previamente la rodeaba. A pesar de que las olas de la tristeza amenazaban con sumergirla, ella se negaba a rendirse. Resguardó su alma con firmeza, asemejándose a un roble resiliente frente a las tormentas. No obstante, el vacío empezó a apoderarse de su ser, creciendo como una sombra que despojaba a su vida de vitalidad.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas se transformaron en meses. Desde el campanario de la iglesia, las campanas resonaban con un eco melancólico, como si compartieran la pena que Berta llevada en su interior. La soledad se adueñó de sus noches; el silencio se convertía en una compañía cada vez más agobiante con cada pulsación de su corazón de mármol.
Un día, al observarse en el espejo, Berta se encontró con un reflejo que le resultaba ajeno: una mujer desprovista de sueños y risas, atrapada en un pasado que ya no le pertenecía. Su corazón, que había estado colmado de amor, ahora se mostraba errante y desgarrador, aullando solitariamente en las noches en busca de los restos de aquel amor efímero. Como un perro de ceniza ladrando a la luna, clamaba por respuestas que nunca llegaban.
La noche, profunda y envolvente, comenzó a ceder ante la tímida llegada del alba cuando Berta salió de su hogar. Las estrellas comenzaban a desvanecerse y el rocío temblaba sobre las hojas. Se detuvo bajo el viejo roble, depositario de sus secretos y anhelos. Cerró los ojos, permitiendo que la brisa helada acariciara su rostro, mientras apretaba los puños, reconociendo el vacío y el eco de un amor que se había marchado sin atisbo de retorno.
En ese instante epifánico, comprendió que, aunque el amor y la tristeza se entrelazaban como sombras en su existencia, no podía continuar encadenada a la nostalgia. Berta decidió honrar lo vivido sin permitir que su ausencia interfiriera en la configuración de su presente. Con cada latido de su corazón, comenzó a desprenderse del peso de su soledad. Desde entonces, la alborada, más que un silencio abrumador, se convirtió en un prometedor nuevo comienzo.
Así, la luz diurna comenzó a desafiar la oscuridad, y Berta esbozó una sonrisa a través de las lágrimas, encontrando en su sufrimiento la fortaleza necesaria para iniciar un nuevo capítulo. En su corazón, el amor no se había ido en su totalidad; simplemente había tomado un respiro, aguardando el momento en que ella estuviera preparada para reactivar las puertas de su alma.
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