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Vídeo declamado
Templé con la mirada tu retrato,
absorbí, de tus ojos, su amor tirano,
bajo cuya luz, los míos callaban.
Un hondo silencio me brotó del alma,
al ver las sábanas vacías, ¡sin ti, sin nada!
Afloraron a mis recuerdos primaveras
y los arcos de mis cejas se doblaron
impidiendo que las lágrimas saltaran.
En la habitación vacía, la almohada soñaba
con trigales y amapolas, mientras mis ojos resbalaban
de la cama a tu retrato.
Sonreían los vientos helados, a través de los cristales
la aurora iluminaba ya el sendero,
testigo de la huida de tu alma blanca,
en aquella fría, helada y tenebrosa madrugada.
Me recorrieron las sombras de una locura suicida,
observando tu ausencia en mis silencios,
cuando oí una voz... surgida del silencio del alma,
era tu retrato diciéndome:
-¡Solo me quedas tú! ¡No te vayas!
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Arreglo para canción
Verso 1
Templé con la mirada tu retrato,
absorbí, de tus ojos,
su amor tirano,
bajo cuya luz,
los míos callaban.
Un hondo silencio
me brotó del alma,
al ver las sábanas vacías,
¡sin ti, sin nada!
Estribillo
Afloraron a mis recuerdos primaveras
y los arcos de mis cejas se doblaron
impidiendo que las lágrimas saltaran.
Verso 2
En la habitación vacía,
la almohada soñaba
con trigales y amapolas,
mientras mis ojos resbalaban
de la cama a tu retrato.
Sonreían los vientos helados,
a través de los cristales.
La aurora iluminaba el sendero,
testigo de la huida
de tu alma enamorada,
Estribillo
Afloraron a mis recuerdos primaveras
y los arcos de mis cejas se doblaron
impidiendo que las lágrimas saltaran.
Puente
En la habitación vacía,
la almohada soñaba
con trigales y amapolas,
mientras mis ojos resbalaban
de la cama a tu retrato.
Verso 3
Me recorrieron las sombras
de una locura suicida,
observando tu ausencia en mis silencios.
Cuando oí una voz...
surgida del silencio del alma,
era tu retrato diciéndome:
-¡Solo me quedas tú! ¡No te vayas!
Estribillo
Afloraron a mis recuerdos primaveras
y los arcos de mis cejas se doblaron
impidiendo que las lágrimas saltaran.
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La penumbra se agrupaba en la habitación silenciosa, como un eco colándose entre las sombras, mientras las paredes, testigos mudos del desgarro, parecían escuchar el latido agonizante de un corazón sin rumbo. El aire estaba impregnado de un frío que calaba hasta los huesos, y por un momento, el tiempo se detuvo. Todo lo que había sido, se había desvanecido en la niebla de la ausencia.
En el rincón donde una vez la risa flotaba como un perfume, ahora sólo quedaban sábanas arrugadas, destellos de aquel amor tirano que llenaba los espacios vacíos. Allí estaba tu retrato, inmortalizado en un marco dorado, con esos ojos que hablaban de mundos enteros, de promesas y anhelos. Temí mirarlo, pero era imposible no hacerlo; había absorbido su luz, y ya no había vuelta atrás.
Cada vez que mis pupilas se posaban en tu imagen, el silencio se hacía más hondo, más opresivo. Era como si tu esencia hubiera dejado una huella imborrable en el aire, un susurro lejano que se entrelazaba con la brisa helada que entraba por la ventana. Recordé aquellas primaveras, los días en que el sol teñía de oro la hierba, y sonaban risas a través de los campos. Mi mente se rebelaba contra la realidad, tratando de evocar a la mujer que se había marchado con el último soplo del viento.
El rostro del reloj marcaba las horas con desdén, cada tic un recordatorio de la soledad que se erguía como un monumento en mi pecho. Las lágrimas se resistían a brotar; había una guerra silenciosa entre el deseo de llorar y el temor a desmoronarme. La almohada, perdida en sus propios sueños, evocaba imágenes de trigales danzantes y amapolas rojas, mientras yo, atrapado en mi vigilia, me debatía entre el recuerdo y la desesperación.
Y así, con cada suspiro, la habitación se tornaba más etérea. El eco de las risas se desvanecía, y los vientos helados parecían burlarse de mi desventura. La aurora, tímida y resplandeciente, se asomaba por la ventana, iluminando poco a poco ese sendero que había sido testigo de tu partida. En aquellos momentos helados, comprendí que mi alma también había dejado su rastro al caminar tras de ti.
De repente, mientras las sombras danzaban a mi alrededor, una voz emergió del abismo del silencio. Era suave, casi imperceptible, como un susurro que zas, rebosado de nostalgia, buscaba consuelo. La voz, sin embargo, procedía de tu retrato, de aquellos ojos que parecían mirar a través del cristal, tejiendo un lazo irrompible entre lo tangible y lo etéreo.
—¡Solo me quedas tú! ¡No te vayas! —Decía, resonando en la habitación, tomando forma entre los fragmentos de mi locura.
La súplica atravesó la penumbra, y en ese instante, entendí que no estaba solo. La melancolía era un manto que envolvía mi corazón, y aunque el amor se había marchado, su eco permanecería mientras yo existiera. En ese oscuro rincón de la soledad, supe que la agridulce carga de la memoria jamás abandonaría mis días, mientras las sombras seguían danzando, entrelazadas con la esencia de lo que una vez pretendió ser un amor eterno.