sábado, 17 de septiembre de 2016

Lágrimas











vídeo canción

Lágrimas
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Las lágrimas son
el lenguaje de los hondos sentimientos.
Una voz en el silencio
que recorre nuestros cuerpos
desde los ojos al alma.
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Se esconde entre lágrimas y risas
el suspiro salado de un llanto,
llanto que es, de lágrimas un canto,
entonando silencios en sábanas regadas
de humedades y penumbras.
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Lágrimas que son,
la última sonrisa de amores que fueron.
Lágrimas que son,
¡un recuerdo osado! que insolente y atrevido,
al pasado nos afrenta.
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Lágrimas que son,
el sueño prohibido
de la sombra amante
que huyó hacia el olvido.
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Lágrimas,
son suspiros de un alma derramada.
Lágrimas,
que acuden a mis ojos cada noche
al derrumbarse mis últimos sueños
con la última insonora campanada.
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Lágrimas,
de una Cenicienta que no perdió su zapato.
Lágrimas, por un príncipe,
que nunca quiso convertirse en rana.
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Lágrimas,
porque se hundieron mis barcas.
Lágrimas,
en mi puerto ya vacío,
vencido por la resaca.
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¿Qué más puede ocultar una lágrima?
Silencios oscuros de noches desiertas,
palabras perdidas, en labios cobardes.
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Lágrimas que son,
una secreta promesa
que ya, ni recuerda mi almohada.
¿Y dolor, ocultan dolor en sus gotas?
¡No!...¡Las lágrimas no lloran!
¡Las lágrimas brotan!
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Las lágrimas no saben de cantos.
Las lágrimas son el rocío de los llantos 
en las desérticas praderas del alma.
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Relato inspirado en el poema Lágrimas
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En la orilla de un pueblo que huele a sal y madera mojada, vivía una mujer llamada Inés. Su casa miraba al mar como si fuera una oreja atenta a cualquier confesión que el agua quisiera hacerle. En las noches, cuando el silencio caía pesado sobre las calles y los cubos de la lluvia aún vibraban en las ventanas, Inés abría un cuaderno de tapas gastadas y dejaba que las palabras la encontraran donde cada lágrima parece nacer: en el cruce entre lo que se siente y lo que uno se atreve a nombrar.
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Las lágrimas, pensaba, son el lenguaje de los hondos sentimientos. Pero no solo lenguaje: eran una voz en el silencio que recorría su cuerpo desde los ojos hasta el alma, un mapa de rutas que nadie firma pero que todos recorren. A veces, entre lágrimas y risas se escondía el suspiro salado de un llanto, y ese llanto, sostenido por un ritmo que nadie marcaba, parecía entonar silencios en sábanas regadas de humedades y penumbras.
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Una noche, cuando el faro lanzó su destello como un ojo que vigila a la memoria, Inés encontró en la mesa de la cocina un papel doblado. Era una página arrancada de un cuaderno antiguo, con letras que le eran extrañas y, sin embargo, le sonaban cercanas: Lágrimas que son la última sonrisa de amores que fueron. Lágrimas que son, decía el texto, ¡un recuerdo osado! que insolente y atrevido, al pasado nos afrenta. Y más abajo, con la misma tinta que parecía haber sido respirada por la sal, una frase que le hizo temblar la mano: ¿Y dolor, ocultan dolor en sus gotas? ¡No!...¡Las lágrimas no lloran! ¡Las lágrimas brotan!
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El papel parecía haber viajado conmigo a través de alguna tormenta, como si el océano hubiese decidido devolverle a Inés alguien de su propio pasado. Aquella página la llevó a un rincón de la memoria donde habitaban nombres que ya creían muertos: un amor que había sido tan intenso que parecía haber dejado una fisura en el aire; una Cenicienta que, para no perder la dignidad de su historia, 
no perdió su zapato; un príncipe que nunca quiso convertirse en rana, sino simplemente en un hombre que no sabía amar.
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A partir de esa lectura, la noche se convirtió en un mapa. En el muelle, las barcas en desuso parecían recordar a una joven que esperaba un promesa imposible. “Lágrimas, porque se hundieron mis barcas. Lágrimas, en mi puerto ya vacío, vencido por la resaca”, se dijo en voz baja, como si la propia marea estuviera repitiendo el poema. Y sin embargo, entre las sombras, una mujer quería para sí misma, que llorara sin vergüenza, era ya una otra versión de Inés: la que aceptaba que la memoria, a veces, es una vela que no apaga la vida, sino que la alumbra con su humo.
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Al día siguiente, caminó por el faro viejo donde nadie subía ya desde hacía años. Allí, entre tablas que crujían como si sus nudillos lloraran, encontró una caja de madera escondida bajo una roca que alguien había usado para atorar redes. Dentro había dos cosas: un zapato de vidrio gastado, como si fuera una Cenicienta que no perdió su zapato, y una carta doblada en cuartos diminutos. En la carta, escrita con prisa y cariño, alguien decía que el zapato era un recordatorio de que no siempre el cierre de una historia llega con un “fin”; a veces, llega con una promesa de seguir caminando, incluso sin el compañero que parecía haber llegado para quedarse.
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“Un príncipe que nunca quiso convertirse en rana.” Las palabras escaparon de la boca de Inés sin que pudiera detenerlas. Se dio cuenta de que la Cenicienta de su propia historia no había perdido su zapato por culpa de nadie más: había sido una elección, una manera de sostenerse cuando toda la casa se desmoronaba y el mundo parecía pedirle silencio. El zapato, entonces, no era prueba de abandono sino símbolo de la paciencia que uno se concede para no perder la dignidad en medio de la caída.
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La otra cosa en la caja era una pequeña libreta de tapas suaves, igual que la suya, llena de notas escritas a tinta despareja. 
  Allí, alguien había dejado consignas que eran palabras a modo de llaves: la promesa secreta que uno guarda para sí cuando ya no hay nadie que la escuche; la certeza de que, entre las sombras de una relación que se fue, siempre queda una brasa de verdad. Inés leyó entonces con los ojos cansados, comprendiendo que la promesa no era para el otro, sino para el alma: un compromiso de seguir adelante sin negar el dolor.
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Aquella noche, bajo la centralidad de la luna, Inés dejó el zapato en la orilla, justo donde las olas lamían la orilla y devolvían la sal al aire. Lo colocó de modo que, cada vez que la marea subiera, la lluvia de la memoria volviera a mojar ese recuerdo y, al mismo tiempo, lo dejara seco con la siguiente ola. Se dijo a sí misma que los amores que fueron no se desvanecen como humo: permanecen, de una forma extraña y hermosa, en la manera en que la lluvia dibuja sombras en los cuerpos de las sábanas.
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“¿Qué más puede ocultar una lágrima?” se preguntó en voz alta, resolviendo que las lágrimas ocultaban silencios oscuros de noches desiertas, palabras perdidas en labios cobardes. Pero también revelaban algo que la vida siempre quiere decir: que el dolor no debe ser ocultado con miedo, que la memoria, por fértil que sea, no es una jaula si se sabe escuchar sin lastimarse. Las lágrimas, dijo para sí, no son canto: son rocio en una pradera del alma, una lluvia que no se escribe para ser cantada sino para abrir camino en la tierra reseca de nuestro interior.
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Con el zapato y la carta en las manos, Inés regresó al puerto en calma. Ya no buscaba respuestas, sino una forma de habitar el dolor sin que éste la poseyera. Y esa noche, al regreso a casa, se detuvo frente a la ventana y dejó escapar una risa que parecía venir de otra vida, de esa que uno no se atreve a contar en voz alta. Comprendió que las lágrimas no lloran para mostrar debilidad, sino para recordar que la vida, aun cuando se hunde una barca o cuando el amor se aparta como un barco imposible de volver continúa.
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En las semanas siguientes, el pueblo notó un cambio en ella, un modo distinto de escuchar la marea. No era que ya no hubiera tristeza, sino que, a veces, la tristeza se volvía claridad, y la memoria, que tanto había dolido, tenía menos espinas. En un cuaderno nuevo, Inés escribió una página que nadie leería más que ella misma, y que decía, de forma sencilla, algo que el poema ya anunciaba con sus propias metáforas: las lágrimas brotan porque el corazón tiene hambre de verdad, y el alma, cuando se le da permiso, encuentra su propio modo de sanar.
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Una tarde de domingo, cuando el puerto parecía dormido, un hombre mayor pasó por la orilla y dejó a Inés un sobre sin remitente. Dentro había una fotografía en blanco y negro de dos jóvenes bailando bajo un farol, con una nota en cursiva que decía: “Gracias por volver a mirar, por recordar sin dolor." No había firma. Pero para Inés no hacía falta: sabía que aquella imagen había viajado desde algún lugar donde los amores fueron, y que alguien, en algún rincón del mundo, había guardado el mismo zapato, esa pequeña promesa que la memoria sostiene cuando el ruido del mundo quiere olvidar.
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Cerró el cuaderno y dejó que la imagen del faro inundara la habitación con una luz tibia. En su pecho, las lágrimas ya no eran un peso secreto, sino una certeza compartida con la noche. Y, cuando el alba llegó, la ciudad despertó con el rumor de la resaca recobrando la orilla, como si el mar aunara historias al borde de la piel.
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“Lágrimas, por un príncipe que nunca quiso convertirse en rana.” Quizá ahí estaba la verdad: no en la idea de un final feliz, sino en la capacidad de escuchar lo que cada lágrima dice cuando cae, sin pedir permiso, sobre la mesa de la vida. Ella sabía que las lágrimas no son cantos; son rocío sobre la tierra árida del alma, esa pradera que la memoria mantiene viva para que, a pesar de todo, haya un camino para volver a intentar.
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 Y así, al cerrar de nuevo el cuaderno, Inés dejó que la ciudad respirara en silencio, como si el puerto entero estuviera aprendiendo a sostener la mirada de la tristeza sin que ésta lo atravesara. Porque, en el fondo, el mensaje quedaba claro: las lágrimas no deben esconderse; deben guiar, con paciencia, hacia una mañana en la que el amor, aunque ya no sea el mismo, siga siendo posible. Las lágrimas no lloran; brotan. Y, a veces, al brotar, logran que la vida vuelva a nacer en el borde del agua.
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Las lágrimas no saben de cantos. Las lágrimas son el rocío de los llantos en las desérticas praderas del alma. Y, para Inés, ese rocío era ahora un pequeño manantial que le permitía creer que, incluso cuando todo parece hundirse, hay algo que aún se puede recordar sin dolor, recordar para aprender a vivir.
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